En este mundo de trajines, idas, venidas, promesas, despromesas, quebrantos, angustias y lamentos, hay pasos y pasos. Pasos de esos que dejan huella; de esos que, con su simple caminar, encienden la luz allá de donde están (y de donde no están). Son sus pies y sus palabras. Y sus sonrisas. Y sus sentimientos. Y sus reflexiones.
Son todo. Y todo era Miguel Ángel Jiménez. Hombre de raza, de mirada franca, bolsillo abierto, abrazo generoso y oído atento. Mitad sevillano, mitad cartagenero, dedicó 64 años de su vida a dar, a formar una familia ejemplar con su señora Paca Naranjo, con la que dio vida y enseñanza a sus dos hijos, Raúl y Rocío. Ejemplo tienen. Y grande.
Sesenta y cuatro años, la mayoría de ellos trabajando. Locutor, entrevistador de deportistas en las ondas de Onda Regional. Hasta entrenó al equipo de balonmano femenino. Y animó a las almas sedientas con su Concurso Nacional de Coctelería en Segovia. Tuvo un bar junto a su mujer al que llamaron La Sastrería, situado en la calle del Aire, que era un lugar de tertulia de periodistas y gente muy influyente de la ciudad. A los años se mudó a la calle Príncipe de Asturias, donde manadas de jóvenes se daban cita allí para tomar sus copas, dejando Miguel una gran huella imborrable en muchas de esas generaciones.
Comprometido, hombre de valores, espíritu del baluarte. Baluarte en sí mismo. Y bastión. Presumía de ser español. Nosotros podemos presumir de tenerlo a él porque (aunque se haya ido), señores, alguien tan grande siempre está y además sabemos que brillará para siempre un nuevo lucero en las estrellas. Descansa en paz, amigo.
